Las últimas semanas los medios de información han desplazado su rutina sobre los menudos acontecimientos políticos del día a día, para informarnos de lamentables dramas humanos que tienen que ver con los embates de la naturaleza sobre nuestras desprotegidas ciudades y regiones. En general, los ciudadanos contemplan estos eventos, donde las fuerzas ciegas de la naturaleza golpean a la comunidad urbana en forma devastadora, como una suerte de castigo divino o manifestación de poderes sobrenaturales que actúan irremediablemente contra los seres humanos sin que nada se pueda hacer al respecto. Sin embargo, estas aparentemente perversas fuerzas naturales han venido actuando sobre los territorios de los valles, llanos o punas desde mucho antes de la presencia humana organizada en ciudades. Las inundaciones, los deslizamientos de tierras y otros de mayor gravedad (terremotos, huracanes, etc.) son parte de la dinámica del planeta, aunque ciertamente el calentamiento global que experimentamos puede influir en una mayor intensidad de estas manifestaciones, que de por sí, no son necesariamente catastróficas.
En realidad un desastre natural, excepto los terremotos, es un proceso relativamente previsible que se desencadena cuando los factores de riesgo que los producen se incrementan. En general, la devastación de la flora nativa, la destrucción de los bosques naturales, el desvío o anulación de las corrientes de agua que drenan las faldas de montaña, se convierten en otros tantos factores que “preparan” el drama de los desastres naturales. Las ciudades, en este orden, son las formas más radicales de agresión al medio natural; sin embargo, un desarrollo urbano sostenible, es decir, cuidadoso de conservar el balance entre expansión urbana y preservación de la capacidad de la naturaleza para reponerse de estas agresiones, sin duda aminora la intensidad y la frecuencia de este tipo de catástrofes. En cambio si el proceso urbano es agresivo con la naturaleza, si la ciudad crece a costa de destruir la calidad y consistencia de los suelos, de destruir el drenaje natural de los mismos, de propiciar procesos de erosión extensos, de contaminar el aire y las aguas, de destruir la cubierta vegetal, etc., ciertamente que tarde o temprano, la Madre Tierra pasará una pesada factura, bajo la forma de desastres naturales, que en realidad no son tan naturales, pues en buena medida han sido laboriosamente preparados por el comportamiento poco racional de los propios habitantes urbanos.
Analizando con mayor atención este último aspecto, se puede afirmar que el crecimiento de ciudades como Cochabamba, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, se realizó a costa de extensas agresiones al medio ambiente: Se destruyeron los restos de bosques primitivos de sotos y kewiñas y también los bosques de sustitución con otras especies; se alteró el régimen de drenaje pluvial del sistema cordillera-valle, lo que equivale a decir que se destruyeron y cambiaron los cursos naturales de las aguas que alimentan el sistema hidrográfico del río Rocha; se contaminaron los acuíferos, etc. Como consecuencia de todo ello, el valle central perdió su humedad natural, su atmósfera recibe toneladas de polvo de cientos de hectáreas erosionadas y calles sin pavimento, a lo que se suman volúmenes crecientes y no bien precisados de CO2, metano, nitrógeno e infinidad de bacterias provenientes de excretas humanas y residuos sólidos que producen, por una parte, un abultado parque automotor, y por otra, decenas de barrios nuevos y antiguos, la mayor parte irregulares situados en la extensa periferia urbana, donde la carencia total de servicios básicos es la norma y no la excepción.
Por todo ello, no resulta extraño que los desastres naturales afecten con preferencia a los grupos sociales más vulnerables, los que viven inmersos en la pobreza y sus secuelas. Ocurre que son justamente estos estratos inmersos en la economía informal, los que ocupan los sitios de mayor riesgo, los que han edificado su hábitat en conos de deyección de torrenteras, los que habitan en las vecindades de basurales como K’ara K’ara, los que ocupan laderas y autoconstruyen viviendas sin aplicar técnicas constructivas y preventivas para esta condición compleja de suelo urbano.
¿Por qué esta preferencia para ocupar tan irracionalmente el ámbito urbano? Por la simple razón de que el mercado de tierras urbanas para estos sectores vulnerables solo les oferta lotes de bajo costo en sitios de altos riesgos naturales (lechos de torrenteras aplanadas, laderas escarpadas, áreas inundables, lagunas desecadas, en fin, lugares que el municipio considera no aptos para edificar, y obviamente, sin ninguna esperanza de dotación de infraestructura básica, incluso a largo plazo.
En suma, esta combinación de búsqueda sin fin de tierras de bajo costo, autoconstrucción de vivienda precaria y formas irracionales de alterar los delicados equilibrios de la naturaleza, son los que preparan los llamados desastres naturales en las zonas urbanas. Por tanto, la prevención de desastres no solo pasa por limpiar torrenteras, bocas de tormenta o educar a la gente; sino también, por controlar un mercado de tierras anárquico que hace del riesgo y la prohibición un negocio. Esperemos que el municipio tenga algo que decir a este respecto.
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